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EL ULTIMO GITANO CANASTERO

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EL ULTIMO GITANO CANASTERO

A sus 82 años, Cristóbal Flores Valverde invierte decenas de horas a la semana en coger cañas junto al río para fabricar los canastos que luego vende para subsistir. Vive en los vestuarios de un polideportivo habilitado en el interior de una azucarera abandonada. Esta es su historia.

En la etnia diferencian entre gitanos rubios o canasteros. El segundo es el nómada. El buscavidas que va de un sitio a otro tratando sencillamente de sobrevivir, ya sea fabricando canastas con varetas junto a los ríos o de feria en feria vendiendo claveles. Cristóbal Flores Valverde es un gitano errante. Canastero pero entreverado, pues su madre era paya. Lo parió hace 82 años en Huelva pero la familia se desplazó antes de mediados del siglo pasado a Jerez buscando prosperidad al calor de los terratenientes. Y aquí se asentaron. Incluso dos de sus seis hermanos —todos varones— ya nacieron en un cortijo de los Domecq. Con tantas décadas sobre sus huesos agrietados, su cuerpo gira sobre su eje en una posición inverosímil. De contorsionista hindú. Gira como un reloj. Invariable. Tic-tac-tic-tac. Cada tic estira la caña, cada tac la ensarta con su navaja. Levanta la cabeza y ve forasteros.

“Para un reportajito me lo tienes que pagar; si no, no hay reportajito”, avisa mientras atraviesa con la mirada al fotógrafo. Cristóbal quiere decir que está cansado de parecer un bicho raro, que le aburre despertar de cuando en cuando tanta curiosidad y tantos flashes por eso que para él es anodino. “Vinieron aquí unos alemanes con máquinas grandes y que sé yo la de afotos que me echaron, de todas clases, vuelto de espalda, de todas posturas. Esto se llenó de gente, era para una película en el extranjero y les dije: ustedes estáis locos, ¿qué yo me vaya por ahí? No me voy, no firmo”. Se ha fumado unos cuatro o cinco Ducados antes de las ocho de la mañana. Toma café en la venta cercana y se va por la antigua vía del tren a coger cañas para sus canastos. Solo esa faena, con las palmas cargadas a la espalda, le lleva unas horas. “Cuando vuelvo ya vengo molío y sin ganas”.

"Esto lo hago como distracción pero cuando me den la ayuda ya lo dejo. Se acabaron los canastos"

Gorra, camisa, chalequillo, pantalón de tergal del que cuelga una llavecita en una guita. Su piel de lagarto, repleta de escamas y surcos de toda una vida a pleno sol. Habla erguido con un hilo de voz. Con retranca a veces, con resignación otras. “Nosotros nos hemos dedicado siempre al trabajo. Yo me casé y no sabía hacer esto —por los canastos—. Lo mismo cogía patatas, que tomates, que en marzo o abril cogía aceitunas”. Cuenta que en otra época sudaba dos peonadas en la misma jornada. Entraba a las ocho de la mañana a recoger maíz y salía a las dos de la tarde. A las tres volvía al tajo: “Me metía con las espuertas a echar en la máquina el maíz, así hasta las once de la noche. Se me quedaba pegada la cascarilla del maíz, que no veas lo que pica, y antes de llegar a mi casa me tiraba en el canal. Todo para dar de comer a los niños —once ha tenido—". Carraspea. Piensa. Y espeta: "Lo que no son los hijos ahora para uno…”. “Ya están todos casados y cada uno va por su lado. Once son, tú no ves que antes no había tele y to se hacía a empujones —remeda el gesto socarrón—. Mientras está la fábrica abierta ¿quién se está quieto?".

Juan Carlos Toro

 

El anciano, en su improvisado dormitorio en un vestuario de una pista de fútbol sala.

Lleva 20 años solo y “solo me voy a morir”. Se separó de su mujer, ahora muda e incapacitada, según él mismo cuenta, y desde hace un tiempo vive en los vestuarios del polideportivo en el que se reconvirtió el enorme hueco que dejó la azucarera de El Portal, una barriada rural al sur de Jerez. "Tengo una familia larga, pero estoy solo. Me llaman, han venido a por mí, pero ¿yo voy a estar ahí para que luego se enfade el matrimonio y diga uno: será por mí? Tengo que morir solo y fuera. Yo no estoy debajo de nadie. ¿Qué voy a durar ya? ¿Qué va a durar uno ya, con tanto ya pasado?”, se queja. Para en seco su digresión personal y vuelve al tajo. Tic-tac, tic-tac. Tarda unas cuatro o cinco horas en hacer cada canasto, que una vez en semana vende en un calle del centro de la ciudad por siete o diez euros. “Hago las que tengo ganas, lo hago como distracción pero cuando me den la ayuda este mes ya lo dejo. Se acabaron los canastos. Es que también como está uno solo, se aburre”. “Mira como se me quedan las manos”, lamenta, mientras muestra dos palmas que son un atlas de geografía humana. 

"Tengo una pensión, pero mu corta. Cobro cinco billetes de 50 y otro de 40 euros. ¿Eso qué es, eso es dinero?"

"Tengo una pensión, pero mu corta. Cobro cinco billetes de 50 y otro de 40 euros. ¿Eso qué es, eso es dinero? Comienzo a pedir fiado y cuando cobro me quedo sin nada otra vez. Aquí no se venden los canastos. Como no vengan a echar la foto no se venden. En la Plaza hay veces que se vende y otras no, según", narra a los pies de la gloriosa pero abandonada industria azucarera. "Soy el dueño del castillo", proclama Cristóbal. De la intensa actividad febril junto a un río lleno de vida en otro tiempo, ahora luce en el interior la sombra de lo que fue. El cemento del graderío, las desvencijadas canastas de basket y el esqueleto de un pasito de Semana Santa, “de los niños”, matiza Cristóbal. “Vamos a ver cuántas afotos me vas a hacer, a ver cuánto me vas a dar…”, riñe guasón al fotógrafo. Se para en seco. Hace una pose flamenca para el compañero. Y acto seguido, nos abre la puerta de su improvisado hogar. "Me trajo la tele un hombre de aquí al lado, mira qué grande. Y nueva".

Juan Carlos Toro

 

 Cristóbal enfilando la elaboración de una de sus piezas.

En El Portal, donde lleva viviendo unos doce años tras vender su casa en la cercana cañada conocida como Las 500, todo el mundo le quiere. En la última verbena, cuenta, "el alcalde me hizo subir a bailar por bulerías, que es lo mío". "Todo el mundo me mira bien aquí. Porque yo me doy a respetar. Para que te respeten te tienes que dar a respetar". Como guardián del polideportivo en la azucarera es implacable: "Si yo no estuviera aquí, aquí no había nada. Uno vino a llevarse la instalación de los cables de la luz porque con eso tenía para pagar el seguro del coche, y le dije, si quieres yo te hago pie pero ten en cuenta que no coja el bastón porque te parto la pierna. Hasta a llevarse las ventanas han venido, ¿qué te van a dar por las ventanas, hijo, un euro?"

Cristóbal también se hace de comer en los vestuarios-vivienda, aunque apenas picotea como un pajarillo. "Esta mañana me he comido media tostaíta y a lo mejor me acuesto con eso. Es que no me entra hambre. Agua bebo y una cerveza compré ayer y ahí está la mitad. Yo bebo poco, no soy borracho, no me ha gustado nunca la bebida". Su estado de salud indica que es casi milagroso que siga respirando: "Tengo dos bolsas de pastillas; tengo una hernia que me coge las dos caderas y la espina dorsal, tengo una úlcera en el estómago así de grande —hace un círculo con las manos— que la he visto yo en la radiografía, y los mareos que me dan, que me dan muchos, tengo bronquitis… Dormir aquí no es muy bueno, pero dime qué hago. Si no tengo a nadie".

Navaja en mano, gira y gira sobre sí mismo. A compás. Como flamenco que es

Consciente de que la tradición de los canasteros camina a la extinción, "aquí no conozco a nadie, en Sevilla quizás quede alguno más...", Cristóbal sigue su proceso de nuevo en el exterior. Navaja en mano, gira y gira sobre sí mismo. A compás. Como flamenco que es. Pariente lejano de Farruco, amante de Antonio Núñez Chocolate, sobre los políticos piensa que "nada más que quieren billetes para ellos". "Unos con muchos billetes y otros que tenemos que pedir fiado el café". No tiene ni idea de si habrá terceras elecciones, ni de si es posible una vía alternativa. Solo piensa en que le llegue una ayuda municipal en este mes y seguir tirando. No dejará las cañas ni los canastos porque ahí tiene ahora su vida. Una vida dedicada al trabajo. Ya está. Nos echa una última mirada, baja la cabeza, y sigue girando en su especie de círculo ancestral. Arrastrando su tradición errante. "Esto no está pagado con nada, mira como se ponen las manos", enseña otra vez. Tic-tac-tic-tac.

 

Post-scriptum: 
Cristóbal Flores Valverde, el último gitano canastero, ante la antigua azucarera de El Portal y con sus canastos en las manos. @CarleteToro

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